sábado, 29 de junio de 2013

Él era, era él.

Era él, un lobo domesticable
que llevaba en su cola,
la gloria de mundos caídos.

Él era,
como la roca que encierra
tormentas en su vientre.
Él era eterno,
hasta que me conoció.

No cabía en sus ojos
ni un beso más,
éstos corrían perlados
por entre sus piernas.

Agua de placer
me daba a beber
y sus labios heridos
aún me hacen enloquecer.

Él era, entonces,
algo incontable.
Más allá del anochecer,
coronado de alma
vestido de amanecer.